A
continuación, se puede leer el texto original sobre dicha leyenda.
“Esta
tarde se ha puesto a llover; a llover de esa forma tan especial con que lo hace
en Jaén.
El
viento zarandeaba las baldas de la persiana que, a media altura, dejaban pasar
al comedor la última cuota de claridad que los pardos nubarrones permitían
filtrar por sus frías y húmedas paredes. Izó un poco más aquella persiana, y
agudizó mis sentidos.
El
silbido del viento se hacía presente por las invisibles rendijas de la ventana.
Las ramas de los árboles siseaban al rozarse con fuerza las unas contra las
otras, mientras las gotas de agua, estrelladas en los cristales, imprimían una
visión distorsionada de las personas que, encorvadas por el viento y asiéndose
el sombrero con una mano o aguantando el paraguas ya vuelto con la otra,
caminaban lo más deprisa que podían por las calles empedradas. Alguna de ellas
parecía volverse, y mirarme, y llamarme.
Estaba
en un punto en que lo onírico se podía transmutar en realidad, o en el que tal
vez, la realidad, podía adquirir tintes oníricos. En estos casos, la curiosidad
tiende a dejarse llevar por las apariencias y, quizás, conducimos al encuentro
de algo o alguien mostrándonos un camino que, de tomarlo, no acertaríamos a
adivinar si es real o imaginario. En ese estado, atrapado por las redes que
lanza el viento al entrecruzarse con las ramas de los invisibles olmos, me
siento transportado al viejo barrio de San Miguel.
La
cuesta que lleva hasta su perdida iglesia se torna resbaladiza. Allí, al igual
que en sus calles aledañas, tampoco hay árboles, pero sin embargo se sigue
escuchando el quejido de las ramas, trayendo quizás alguna oración perdida
desde el vecino convento de Santa Catalina.
Como
si de un sendero trazado se tratase, sigo los húmedos y brillantes guijarros de
la Calle Córdoba hasta llegar a la todavía llamada de la Almona. En ella, una
monja enjuta y pálida, con hábito azul, mandil blando y blanca toca almidonada
desplegada al viento, baja impasible hacia la del Carnero, perdiéndose
inexplicablemente antes de tomar el recodo de la misma.
El
viento me empuja y fuerza mis pasos hasta aquel lugar, pero no encuentro su
rastro. Paso por delante del callejón, llamado en otro tiempo de los muertos,
siempre bordeando la tapia del benéfico hospital de San Juan de Dios, y abierta
su antigua puerta gótica de par en par, decido entrar al vislumbrar entre las
palmeras del patio por pálida silueta de la monta. Ya dentro, me pareció verla
entrar en el ascensor. Me acerco, entro también, y compruebo que no hay nadie
en su interior, solo yo.
El
aire, que se arremolinaba por el claustro creando pequeños torbellinos, ha
arrojado un papel dentro del ascensor, dejándolo a mis pies. Me inclino para
cogerlo y, cuando me disponía a desdoblarlo para leerlo, se cierra sin más su
puerta conmigo dentro y comienza un descenso a lo desconocido que encogió mi
ánimo, mientras una ráfaga de viento cruzaba mi espalda, produciéndome un
escalofrío, un repelús, que me hizo languidecer con tal rapidez que, de no ser
porque la puerta se abrió de nuevo y pude salir, hubiese caído sin duda en una
crisis de pánico.
Me
encuentro ahora en una estancia con bóvedas bajas, justo al lado de la
cafetería. La temperatura es fría. Sin embargo, un prolongado perfume a azahar
inundaba el momento, creando un ambiente de bienestar espiritual.
Pero
esa conjunción con lo eterno pronto fue turbada por un repentino y fugaz apagón
de luces que actuó, al parecer, como resorte para que se abriera la pesada
puerta de cristal por la que se accede a la cafetería.
Perdida
ya la razón y dejándome llevar por los impulsos del alma, crucé el umbral de
aquella puerta y recorrí una larga estancia. En ella, tras la barra del
mostrador, se encontraba una mujer morena de ojos grandes, oscuros y profundos,
que más que camarera, asemejaba encarnar una vestal romana rodeada de un aura
blanca por todo su cuerpo.
Miró
mis asustados e incrédulos ojos mientras me ofrecía un café.
Sobre
el fuego apagado de la cocina, la cafetera silbaba indicando que el café estaba
en su punto. Me sirvió una taza. Pero otro repentino y fugaz apagón de luces me
hizo desviar la mirada de aquellos profundos ojos y dirigirla al lugar por el
que entré. El ascensor abría su puerta nuevamente sin nadie dentro de él, y a
los pocos segundos, se vuelve a abrir sola la de aquella cafetería, a la vez
que unos pasos sordos parecían avanzar hasta mí deteniéndose a escasos metros.
Entonces, la puerta se cerró con la misma lentitud con la que antes se abrió.
No
reacciono. Vuelvo la mirada a la sacerdotisa y le pregunto con la mía. Ella
pausó unos segundos la contestación, a la vez que su rostro se tomaba en cada
uno de ellos más afable. Después, con voz dulcísima, me dijo “En este Hospital
hubieron muchos llantos, lamentos, agonías dolorosas… muertes imprevistas”.
Aquella estancia, dijo dirigiendo su mano a la de baja bóveda donde se
encontraba el ascensor, y sin dejar de mirarme, era la cripta. Allí dejaban a
los muertos hasta que eran transportados al cementerio o a la iglesia. Muchas
almas, continuó diciendo, han quedado apresadas entre estos muros esperando el
momento de ver la luz que las lleve hasta la infinita misericordia.
Una
nueva ráfaga de viento zarandeó mi cuerpo, mientras mis ojos se perdían en el
océano proceloso de los de aquella mujer.
Se
había abierto un postigo de la ventana y la lluvia penetraba en mi comedor
mojándome la cara. Lo cierro con rapidez y me siento despertar de un sueño un
tanto absurdo.
Las
escasas personas que pasaban por la calle, iban cobijándose como podían de las
inclemencias de la tarde, y las ramas de los árboles seguían en su desaforada
desazón blandiéndose las unas contra las otras.
El
subconsciente me llevó de nuevo hasta los ojos de aquella mujer, a esos ojos
negros, grandes y profundos, pero achinados un tanto a causa de la sonrisa
virginal y mágica que me deparaba.
Esos
ojos, llenos ahora de dulzura, incidieron con suavidad en una de mis manos, en
la que tenía cerrada y apoyada sobre el frío cristal, me vuelve a mirar
forzando mi ánimo para que yo mirase también esa mano. Así lo hayo y veo como
en ella, fuertemente apretado, había un papel aprisionado. Era el mismo papel
que recogí en el ascensor del Hospital.
Como si el tiempo y el lugar se hubiesen trasladado desde aquella cripta hasta mi comedor, me enfrento de nuevo a las almas mudas y penitentes que vagaban por las frías salas de aquel hospital. Miro de nuevo el papel arrugado dentro de mi mano, pero no me atrevo a leerlo inmediatamente a pesar de la intriga que de su contenido percibo. Lo despliego poco a poco, receloso de lo que pueda encontrar escrito en él, pero al mismo tiempo ávido por saberlo. Al cabo de un rato, fijo mis ojos sobre unas letras grandes, un tanto deformes, de color apagado, en las que se puede leer con estupor. ORA PRO NOBIS”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.