viernes, 21 de diciembre de 2018

De leyenda: El Ecce Homo de Las Bernardas


En la capital del Santo Reino vivió, desde la segunda mitad del siglo XVII, una famosa familia descendiente de los Pérez de Vargas, nobles aguerridos castellanos que ayudaron a Fernando III a tomar Sevilla durante la reconquista cristiana. Su residencia estaba ubicada en plena calle Llana, donde se construyó una extensa y heráldica mansión, cuyos cuidadosos jardines miraban a la actual calle Senda de los Huertos, lugar de embrujado ensueño de la época. 

En ella habitaba don Francisco de Vargas, caballero que ganó justa fama y fortuna en la conquista de México junto con Hernán Cortés, de quien fue su principal lugarteniente. Don Francisco de Vargas tenía una joven y bella nieta llamada Doña Beatriz de Vargas y Sáez, la que gracias a su sencillez, dulzura, finos modales y angélicas facciones, hacía la felicidad del noble anciano, y suplía en parte la ausencia del hijo perdido prematuramente.
Doña Beatriz tenía una gran habilidad artística en las que sobresalían pinturas, bordados y tejidos. Fue prometida en matrimonio muy joven con otro noble de la época, Don Arturo de Molina, Barón de Torreoscura.
Un día repentinamente su querido abuelo enfermó gravemente, lo que sumió a Doña Beatriz en un profundo dolor, dada la veneración que sentía por su segundo padre. Desde ese momento pasaron muchos años para que Doña Beatriz tomara la decisión de renunciar al mando familiar e ingresara en un convento, concretamente en el convento de las Bernardas. De hecho, dicha decisión causó también gran contrariedad a Don Arturo de Molina, hasta el extremo que se juró exclaustrarla a toda costa.
Mientras tanto, la vida conventual de Doña Beatriz discurría con la normalidad establecida en el entorno religioso. Por aquel entonces, estaba en plena construcción el retablo mayor, y la hermosa dama contemplaba desde fuera cómo los artistas ejecutaban sus magníficos trabajos de pintura y escultura, hasta tal extremo, que muy pronto asimiló la forma de modelar la madera. Fue tal el grado de perfección y dominio al que llegó, que se animó a llevar adelante, previo consentimiento de la madre abadesa, la idea de creación de un Ecce Homo.
La joven novicia comenzó a esculpir el busto de Jesús en el trance de la Pasión en sus escasos tiempos de ocio. Poco a poco fue tomando forma humana el divino rostro, que una vez finalizado, causó la admiración de toda la comunidad franciscana, e incluso hasta de la propia autora. A continuación se llevó a efecto la tarea de pintura y policromado, resultando una talla de gran belleza plástica, hasta el extremo de que al contemplarlo, la congregación clarisa, con piadosa devoción, las hacía caer de rodillas, entremezclándose el éxtasis y el asombro.
Cuando le fue mostrado la imagen al venerable anciano sacerdote don Miguel, que era el capellán de las monjitas, éste no pudo reprimir su emocionado asombro, por lo que rápidamente dio cuenta al obispo, quien acto seguido visitó el convento donde le fue mostrado el Divino Busto, quedando tan profundamente impresionado por el realismo conseguido.
Mientras tanto, en la ciudad cundió la sagrada noticia, y fueron tantas las personas que a diario acudían a las "Bernardas" a contemplar aquella magistral obra de arte que fue necesario situarla permanentemente sobre un lugar predominante del templo, recibiendo la admiración de millares de católicos y la profunda devoción de todo el pueblo de Jaén.
Por su parte, Don Arturo de Molina jamás renunció en su obstinación de exclaustrar a su elegida, basándose en el despecho y la rabia que sentía por haber sido abandonado, y por la alarmante merma económica en que se encontraba, en virtud de que percibía una fuerte ayuda económica pactada en su día con la familia de Vargas y Sáez.
Se valió de mil y un trucos maquiavélicos para convencer a su víctima de su desesperado e infinito amor hasta que, un día, después de una reposada meditación, la joven decidió exponer a la madre abadesa su decisión de abandonar el claustro para volver a casarse con Don Arturo de Molina. La madre superiora aceptó resignada la decisión adoptada.
Doña Beatriz, con un apretado nudo en la garganta, se fue despidiendo de todas las integrantes del convento. Después se dirigió directamente a la capilla y se arrodilló ante el Santísimo y oró devotamente durante unos minutos. Seguidamente se trasladó hasta el lugar donde estaba expuesta su maravillosa obra, y la miró con sublime fervor. Cuando se disponía atravesar la puerta de la iglesia, oyó una sonora y grave voz masculina que la dejó cataléptica, y le dijo:
-¡Beatriz!, ¿te vas y me dejas por ese hombre?
Volvió la vista la aterrada dama hacia el sagrado Busto, observando cómo la miraba fijamente a los ojos, al tiempo que notaba que su cuerpo se desplomaba. Las monjitas que observaban el drama de la buena hermana, corrieron a socorrerla, trasladándola a su celda para cuidarla hasta que la joven por fin abriera los ojos. Ante las incesantes preguntas, Doña Beatriz nunca quiso decir el motivo de su desvanecimiento, salvo a la bondadosa madre abadesa en la intimidad, y previa promesa de ésta de no decir nada a nadie.
Días después profesaba la devota dama, ingresando formalmente en la orden franciscana descalzas con el nombre de sor Verónica, hasta que dos años después, en una abrileña mañana de cuaresma, al ver las hermanas que no acudía al oratorio, fueron a su celda y la encontraron en el jergón con los ojos ligeramente entreabiertos y una serena sonrisa en sus labios, dejando ver unos dientes blanquísimos y brillantes, verdaderamente marfileños, inerte y sin vida.

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