En ella habitaba don Francisco de Vargas, caballero que ganó
justa fama y fortuna en la conquista de México junto con Hernán Cortés, de
quien fue su principal lugarteniente. Don Francisco de Vargas tenía una joven y
bella nieta llamada Doña Beatriz de Vargas y Sáez, la que gracias a su
sencillez, dulzura, finos modales y angélicas facciones, hacía la felicidad del
noble anciano, y suplía en parte la ausencia del hijo perdido prematuramente.
Doña Beatriz tenía una gran habilidad artística en las que
sobresalían pinturas, bordados y tejidos. Fue prometida en matrimonio muy joven
con otro noble de la época, Don Arturo de Molina, Barón de Torreoscura.
Un día repentinamente su querido abuelo enfermó gravemente,
lo que sumió a Doña Beatriz en un profundo dolor, dada la veneración que sentía
por su segundo padre. Desde ese momento pasaron muchos años para que Doña
Beatriz tomara la decisión de renunciar al mando familiar e ingresara en un
convento, concretamente en el convento de las Bernardas. De hecho, dicha
decisión causó también gran contrariedad a Don Arturo de Molina, hasta el
extremo que se juró exclaustrarla a toda costa.
Mientras tanto, la vida conventual de Doña Beatriz discurría
con la normalidad establecida en el entorno religioso. Por aquel entonces,
estaba en plena construcción el retablo mayor, y la hermosa dama contemplaba
desde fuera cómo los artistas ejecutaban sus magníficos trabajos de pintura y
escultura, hasta tal extremo, que muy pronto asimiló la forma de modelar la
madera. Fue tal el grado de perfección y dominio al que llegó, que se animó a llevar
adelante, previo consentimiento de la madre abadesa, la idea de creación de un
Ecce Homo.
La joven novicia comenzó a esculpir el busto de Jesús en el
trance de la Pasión en sus escasos tiempos de ocio. Poco a poco fue tomando
forma humana el divino rostro, que una vez finalizado, causó la admiración de
toda la comunidad franciscana, e incluso hasta de la propia autora. A
continuación se llevó a efecto la tarea de pintura y policromado, resultando
una talla de gran belleza plástica, hasta el extremo de que al contemplarlo, la
congregación clarisa, con piadosa devoción, las hacía caer de rodillas,
entremezclándose el éxtasis y el asombro.
Cuando le fue mostrado la imagen al venerable anciano
sacerdote don Miguel, que era el capellán de las monjitas, éste no pudo
reprimir su emocionado asombro, por lo que rápidamente dio cuenta al obispo,
quien acto seguido visitó el convento donde le fue mostrado el Divino Busto,
quedando tan profundamente impresionado por el realismo conseguido.
Mientras tanto, en la ciudad cundió la sagrada noticia, y
fueron tantas las personas que a diario acudían a las "Bernardas" a
contemplar aquella magistral obra de arte que fue necesario situarla
permanentemente sobre un lugar predominante del templo, recibiendo la admiración
de millares de católicos y la profunda devoción de todo el pueblo de Jaén.
Por su
parte, Don Arturo de Molina jamás renunció en su obstinación de exclaustrar a
su elegida, basándose en el despecho y la rabia que sentía por haber sido
abandonado, y por la alarmante merma económica en que se encontraba, en virtud
de que percibía una fuerte ayuda económica pactada en su día con la familia de
Vargas y Sáez.
Se valió de
mil y un trucos maquiavélicos para convencer a su víctima de su desesperado e
infinito amor hasta que, un día, después de una reposada meditación, la joven
decidió exponer a la madre abadesa su decisión de abandonar el claustro para
volver a casarse con Don Arturo de Molina. La madre superiora aceptó resignada
la decisión adoptada.
Doña
Beatriz, con un apretado nudo en la garganta, se fue despidiendo de todas las
integrantes del convento. Después se dirigió directamente a la capilla y se
arrodilló ante el Santísimo y oró devotamente durante unos minutos.
Seguidamente se trasladó hasta el lugar donde estaba expuesta su maravillosa
obra, y la miró con sublime fervor. Cuando se disponía atravesar la puerta de
la iglesia, oyó una sonora y grave voz masculina que la dejó cataléptica, y le
dijo:
-¡Beatriz!,
¿te vas y me dejas por ese hombre?
Volvió la
vista la aterrada dama hacia el sagrado Busto, observando cómo la miraba
fijamente a los ojos, al tiempo que notaba que su cuerpo se desplomaba. Las
monjitas que observaban el drama de la buena hermana, corrieron a socorrerla,
trasladándola a su celda para cuidarla hasta que la joven por fin abriera los
ojos. Ante las incesantes preguntas, Doña Beatriz nunca quiso decir el motivo
de su desvanecimiento, salvo a la bondadosa madre abadesa en la intimidad, y
previa promesa de ésta de no decir nada a nadie.
Días después
profesaba la devota dama, ingresando formalmente en la orden franciscana
descalzas con el nombre de sor Verónica, hasta que dos años después, en una
abrileña mañana de cuaresma, al ver las hermanas que no acudía al oratorio,
fueron a su celda y la encontraron en el jergón con los ojos ligeramente
entreabiertos y una serena sonrisa en sus labios, dejando ver unos dientes
blanquísimos y brillantes, verdaderamente marfileños, inerte y sin vida.
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