Hace
muchos años vino un arriero hacia la ciudad montado en su borriquilla para
visitar a su hermano que vivía en una casa próxima a la ermita de Santo
Elifonso, en lo que hoy se conoce como barrio de Belén y San Roque, ya que su
hermano le había prometido un buen trabajo.
Cerca
de la capital del Santo Reino, el arriero se adentró en un camino Real que,
cruzando las Lagunillas y las Eras de Belén, llegaba hasta la Puerta Barrera. Cuando
estaba a la altura del Cerrillo de la Misericordia, se percató que delante de
él, y en la misma dirección, caminaban dos peregrinos. El animal se puso a rebuznar
y a sentirse inquieto, apartándose hacia la derecha del trazado.
El
arriero, que procuró seguir el instinto de la burra, hizo el mismo gesto. A la
altura de la actual calle Eras de Belén, la burra volvió a pararse, negándose a
andar. En ese instante, se le acercó dos peregrinos y uno de ellos le regaló
agua bendita para que la derramara en la primera puerta cerrada de la ciudad que
se encontrara pidiéndole al Dios salud para cuántos estuvieran detrás de ella.
El
viajero recogió el frasco y montó de nuevo en su burra. Cuando llegó a la
Puerta Barrera, ésta se encontraba cerrada. El hombre descabalgó y la golpeó
para que le abriesen.
Desde
lo alto de la muralla, un soldado le comentó que las puertas de la ciudad
estaban cerradas porque se había declarado una epidemia de peste y nadie podía
entrar. Sin dudarlo, el hombre cogió el agua bendita que le habían regalado y
tiró sobre la puerta el líquido, tal y como le indicó el peregrino.
El
arriero volvió al punto donde se encontró a esas personas, pero ante la
oscuridad del camino, la burra se hizo una herida grave y tuvieron que pasar la
noche allí. Uno de los dos peregrinos apareció de la nada, se acercó al
arriero, lamió las heridas del animal y avisó a su dueño de que al día
siguiente iba a entrar a la ciudad montado en su animal.
A la mañana siguiente, el hombre descubrió que la Puerta Barrera estaba abierta, entró en la ciudad y allí pudo comprobar que los vecinos de la capital del Santo Reino estaban totalmente sanos. Cuando llega a casa de su hermano, le cuenta a este lo sucedido. Rápidamente se fueron a ver al capellán de la ermita de San Elifonso, quien puso esa información en conocimiento del Obispo. Éste llamó al arriero y le preguntó si conocía el nombre de esos peregrinos, a lo que le contestó que se llamaban Roque y Nicasio.
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