“En los primeros días
había en el reino de los andaluces una ciudad en la que residieron sus reyes y
que tenía por nombre Lebtit o Ceuta, o Jaén. Había un fuerte castillo en esa
ciudad, cuya puerta de dos batientes no era para entrar ni aun para salir, sino
para que la tuvieran cerrada. Cada vez que un rey fallecía y otro rey heredaba
su trono altísimo, éste añadía con sus manos una cerradura nueva a la puerta,
hasta que fueron veinticuatro las cerraduras, una por cada rey.
Entonces acaeció que
un hombre malvado, que no era de la casa real, se adueñó del poder, y en lugar
de añadir una cerradura quiso que las veinticuatro anteriores fueran abiertas
para mirar el contenido de aquél castillo. El visir y los emires le suplicaron
que no hiciera tal cosa y le escondieron el llavero de hierro y le dijeron que
añadir una cerradura era más fácil que forzar veinticuatro, pero él repetía con
astucia maravillosa: “Yo quiero examinar el contenido de este castillo”.
Entonces le ofrecieron cuantas riquezas podían acumular, en rebaños, en ídolos
cristianos, en plata y oro, pero él no quiso desistir y abrió la puerta con su
mano derecha (que arderá para siempre).
Adentro estaban
figurados los árabes en metal y en madera, sobre sus rápidos camellos y potros,
con turbantes que ondeabn sobre la espalda y alfanjes suspendidos de talabartes
y la derecha lanza en la diestra. Todas estas figuras eran de bulto y
proyectaban sombras en el piso, y un ciego las podía reconocer mediante el solo
tacto, y las patas delanteras de los caballos no tacaban el suelo y no se
caían, como si se hubieran encabritado. Gran espanto causaron en el rey esas
primorosas figuras, y aun más el orden y silencio excelente que se observara en
ellas, porque todas miraban a un mismo lado, que era el poniente, y no se oía
ni una voz ni un clarín.
Eso había en la
primera cámara del castillo. En la segunda estaba la mesa de Solimán, hijo de David
- ¡sea para los dos la salvación! -, talladaen una sola piedra esmeralda, cuyo
color, como se sabe, es el verde, y cuyas propiedades escondidas son
indescriptibles y auténticas, porque serena las tempestades, mantiene la
castidad de su portador, ahuyenta la disentería y los mas espíritus, decide
favorablemente un litigio y es de gran socorro en los partos.
En la tercera
hallaron dos libros: uno era negro y enseñaba las virtudes de los metales de
los talismanes y de los días, así com la preparación de venenos y de
contravenenos; otro era blanco y no se pudo descifrar su enseñanza, aunque la
escritura era clara. En la cuarta encontraron un mapamundi, donde estaban los
reinos, las ciudades, los mares, los castillos y los peligros, cada cual con su
nombre verdadero y con su precisa figura.
En la quinta
encontraron un espejo de forma circular, obra de Solimán, hijo de David - ¡sea
para los dos la salvación! -, cuyo precio no era mucho, pues estaba hecho de
diversos metales y el que se miraba en su luna veía las caras de sus padres y
de sus hijos, desde el primer Adán hasta los que oirán la Trompeta. La sexta
estaba llena de elixir, del que bastaba un solo adarme para cambiar tres mil
onzas de plata en tres mil onzas de oro.
La séptima les
pareció vacía y era tan larga que el más hábil de los arqueros hubiera
disparado una flecha desde la puerta sin conseguir clavarla en el fondo. En la
pared final vieron grabada un inscripción terrible. El rey la examinó y la
comprendió, y decía de esta suerte: “Si alguna mano abre la puerta de este
castillo, los guerreros de carne que se parecen a los guerreros de metal de la
entrada se adueñarán del reino”.
Estas cosas
acontecieron el 89 de la hériga. Antes que tocara a su fin, Tárik se apoderó de
esa fortaleza y derrotó a ese rey y vendió a sus mujeres y a sus hijos y desoló
sus tierras. Así se fueron dilatando los árabes por el reino de Andalucía, con
sus higueras y praderas regadas en las que no se sufre de sed. En cuanto a los
tesoros, es fama que Tárik, hijo de Zaid, los remitió al califa su señor, que
los guardó en una pirámide.”
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